Los ritmos de los fonemas
Diciembre de 2011
Ivan Obolensky
Para poder llegar a más gente, a menudo es necesario hablar más de un idioma. Aprender otro idioma después de cierta edad es un trabajo arduo, pero saber algo sobre la naturaleza de su aprendizaje puede ayudarnos en el proceso.
Somos criaturas sociales. Se puede disentir de esta afirmación, pero tratemos de mantenernos aislados por algún tiempo y veremos que no es fácil. ¿Será por eso que el aislamiento se utiliza como una forma de tortura en las prisiones?
A los seres humanos nos gusta comunicarnos y el lenguaje hablado es nuestro método preferido. Podríamos preguntarnos por qué preferimos la palabra hablada. ¿Por qué no todos aprendimos la lengua de los signos si esta puede ser igualmente expresiva y comunicar ideas complejas?
La respuesta es la velocidad.
La palabra hablada no necesita una iluminación adecuada, o una línea de contacto visual. Puede gritarse a la distancia, o susurrarse. El habla es, primordialmente, la manera más rápida de transmitir información de una persona a otra, y hay razones que la explican.
Los lingüistas han dividido el habla en fonemas, o unidades mínimas de sonido en un idioma. El sonido “k” en skill es un ejemplo de un fonema en inglés. Cada idioma tiene su propio conjunto de fonemas.
Para cualquier idioma, los fonemas definen cuál es la diferencia específica en el sonido que señala un significado distinto. Por ejemplo, las palabras en inglés skill y skull no son iguales. El sonido distinto de las letras “u” e “i” crea un significado totalmente diferente. En español, la r alargada en “perro” diferencia esta palabra de “pero”.
En un lenguaje típico existen entre veinte y sesenta fonemas.
El alfabeto del idioma inglés contiene veintiséis letras y utiliza en el habla cuarenta fonemas o unidades de sonido. La equivalencia del alfabeto con los sonidos del lenguaje es esencial para aprender a leer en cualquier sistema de escritura alfabética. Uno aprende que una letra del alfabeto corresponde a un fonema o sonido del habla. Haciendo sonar las letras uno reconoce una palabra y al instante la puede leer. De este concepto se desprende el sistema de lectura que llamamos método fonético.1
¿Por qué entonces resulta tan difícil aprender a hablar un nuevo idioma?
¿Recuerdan haber oído alguna vez hablar a alguien en un idioma totalmente desconocido? ¿Han notado lo difícil que resulta distinguir cuántas palabras se dicen? ¿O cuándo termina una palabra y comienza otra? Todo parece fluir en una corriente continua de sonidos.
Cuando se escucha a alguien hablando en chino por un teléfono celular, uno no tiene ni idea de lo que está diciendo, incluso si mira a la persona directamente a la cara y puede ver su expresión. Podría estar dictando una lista de compras o explicando cómo arreglar una llanta desinflada. Resulta imposible saberlo.
No sabemos lo que dice porque no estamos familiarizados con los fonemas de la lengua china. Cuando oímos una lengua que conocemos, escuchamos sonidos familiares que al reunirse crean palabras reconocibles, de las cuales obtenemos el contexto y la comprensión de lo que se dice. Esto es semejante a la respuesta inmediata que tenemos cuando oímos que pronuncian nuestro nombre a varias mesas de distancia en un restaurante ruidoso. Los fonemas del nombre propio se destacan en nuestra mente.
El estudio de cómo el cerebro interpreta el sonido y las palabras comenzó realmente durante la Segunda Guerra Mundial, en la década de 1940, cuando la Oficina de Investigación Científica y Desarrollo de Estados Unidos solicitó a algunos laboratorios de investigación que evaluaran y desarrollaran tecnologías para ayudar a los veteranos invidentes. Los ingenieros trataron de crear dispositivos de lectura y uno de los resultados fue una máquina basada en un alfabeto de sonidos individuales. Cada sonido representaba una letra del alfabeto, de modo que el oyente escuchaba una serie de tonos. Por desgracia, incluso los oyentes más calificados no podían reconocer más de tres unidades de sonido por segundo, una velocidad casi tan rápida como la del código Morse que se utiliza en los telégrafos.
Hay una diferencia en la forma en la que el cerebro percibe los sonidos simples y los bloques de construcción del lenguaje, o fonemas.
Un clic distintivo es un sonido. A medida que los clics se repiten cada vez más rápido pasan de ser unidades individualmente percibidas a convertirse en un murmullo o un zumbido. Esta transición de un clic a un zumbido que no se distingue se produce cuando se producen alrededor de veinte clics por segundo.
El habla normal se emite a un ritmo de entre diez y quince fonemas por segundo. Los anuncios publicitarios nocturnos pueden llevar esta velocidad a veinte o treinta fonemas por segundo. El límite superior de ininteligibilidad son cuarenta o cincuenta fonemas por segundo.
Entonces, ¿cómo podemos escuchar e interpretar los fonemas a una velocidad de 45 fonemas por segundo, lo que es teóricamente más rápido que nuestra capacidad de escuchar y distinguir sonidos individuales repetidos?
En primer lugar, lo que distingue a un clic de otro es el silencio que existe entre ellos. Los fonemas, por otro lado, cuando se pronuncian sin silencios en medio, forman un sonido continuo. Incluso las palabras con muchas sílabas se unen. Cuando escuchamos a dos personas que hablan español muy rápido, no solo no se da un silencio entre las sílabas, sino que las palabras se suceden sin espacios entre sí.
En segundo lugar, nuestro cerebro tiene una capacidad lingüística especial que le permite descomprimir la información del habla con una velocidad casi dos o tres veces mayor que la necesaria para distinguir los sonidos consecutivos (lo que explica la dificultad que enfrentan algunos programas de reconocimiento de voz cuando hablamos muy rápido). Al combinar sonidos y emitirlos en conjunto, el cerebro puede crear atajos e identificar las palabras antes de que uno haya realmente terminado de escucharlas. Esta es una habilidad que ha evolucionado y nos ha hecho muy diestros en el lenguaje.2
En términos informáticos, es como si los fonemas individuales fuesen pequeños archivos comprimidos que nuestro cerebro es capaz de reconocer como poseedores de sentido y que puede descomprimir y procesar a una velocidad superior a la de la conciencia que tenemos de escucharlas.
Aquí radica la dificultad que una persona enfrenta al aprender un idioma nuevo.
Para hablar un idioma nuevo, uno tiene que entrenar la mente para reconocer y familiarizarse con los fonemas nuevos y las nuevas combinaciones de fonemas. En algunos idiomas (como el ruso) hay letras especiales que denotan sonidos que no tienen equivalencia en inglés. Un lenguaje que estamos aprendiendo contiene un vocabulario y una gramática totalmente desconocidos. Cada una de las palabras cuenta con sonidos que se unen y que uno no ha escuchado antes. Es como estar frente a la persona que habla chino por el teléfono celular, no tenemos idea de cuántas palabras dice o incluso cuando termina una palabra y empieza otra. No comprendemos nada porque no estamos familiarizados con ninguno de los fonemas de la lengua nueva.
Es la combinación de fonemas y el entrenamiento para que el cerebro reconozca significados por debajo de nuestra conciencia lo que crea la comprensión del habla y por lo tanto el reconocimiento de lenguaje que permite que podamos escuchar y hablar con fluidez.3
El aprendizaje de una lengua no es algo que hacemos con la misma facilidad con la que decimos la hora o desplegamos nuestro conocimiento sobre el funcionamiento de una máquina de coser.
Curiosamente, lo más parecido a aprender un nuevo idioma que se me ocurre es aprender a aterrizar un avión. Y no estoy hablando del manejo de los controles o de saber cuáles son los procedimientos. Se trata de la sobrecarga sensorial que implica el aprendizaje de cosas nuevas.
Cuando uno está aprendiendo a volar, es muy fácil “sentirse detrás del avión”. Esta es una definición técnica de la acción de estar siendo llevado por el avión y no de ser uno el que lo pilotea. El mejor ejemplo es cuando somos novatos y tratamos de aterrizar. Uno siente las sacudidas que producen algunas turbulencias; está escuchando la radio y hablando con la torre; mantiene la velocidad y la altitud; presta atención al instructor; y se encuentra a la vez aterrizando a 70 nudos, o a 129 si se trata de un jet. Descendemos y la pista se acerca rápidamente, las cosas suceden vertiginosamente, y cuando se suma una información más a los sentidos ya sobrecargados, uno se paraliza. En este punto interviene el instructor y todo se arregla.
De esto se trata la capacitación constante en los procedimientos de emergencia. Es el énfasis en algunas cosas importantes a las que uno puede aferrarse cuando todo gira alrededor y el altímetro baja rápidamente. La práctica impide la parálisis que produce una sobrecarga sensorial.
Cuando se tiene mucha práctica en el aterrizaje, el cerebro parece calmarse. Con el tiempo, la pista parece acercarse más lentamente. Ahora queda tiempo para hacer otras cosas, como pensar en cuál salida tomaremos una vez que aterricemos. El cerebro se ha acostumbrado a la velocidad de la información y puede ahora procesarla con mayor rapidez y facilidad.
Veamos un ejemplo más corriente. Hace un par de años salí con mi primer par de lentes de sol recetados. No había visto a un optómetra desde que tenía doce años y nunca olvidaré la experiencia: casi no podía conducir debido a la enorme cantidad de información sensorial nueva que parecía sobrecargar mi cerebro. Podía ver las hojas de los árboles a lo lejos. Hasta entonces todo había estado ligeramente desenfocado. La vida era ahora nítida, y tratar de procesarlo todo me produjo dolor de cabeza. Me di cuenta de que no podía controlar del todo el procesamiento de la cantidad de información que estaba recibiendo a través de mis ojos. Fue instintivo y sucedió por fuera de mi voluntad. Con el tiempo, me acostumbré a mis lentes de sol. Pero incluso hoy me maravillo de todos los detalles que puedo percibir ahora.
El punto es que en el aprendizaje de una lengua se da un proceso dual constante. No son solo esos molestos verbos irregulares que uno tiene que sentarse a aprender y memorizar, sino que existe esa otra parte de la sobrecarga constante de sensaciones y de tratar de hablar a pesar de su peso, que es lo que nos permite aprender el idioma. Y este dominio es algo que toma tiempo y compromiso.
Finalmente, las conversaciones dejarán de ser experiencias y pasarán a ser cosas simples que uno puede llevar a cabo mientras piensa en otras cosas. El cerebro ya está entrenado para ello.
En conclusión, aprender un nuevo idioma se considera a menudo como una actividad que requiere simplemente de disciplina. El auge de la empresa Rosetta Stone y de sus omnipresentes cabinas en muchos aeropuertos confirman el hecho de que a mucha gente le gustaría aprender de esa manera. Muchas personas comienzan así, pero luego desisten.
Si aprender una lengua fuese simplemente una prueba de memorización, muchas más personas tendrían éxito, pero en realidad es mucho más que eso. Uno tiene que aprender nuevos fonemas adoctrinando y obligando al cerebro a que los procese una y otra vez hasta que pueda dominarlos. Esto significa abandonar el pensamiento propio en favor de esa actividad que tiene lugar por debajo de nuestra conciencia, hasta que nuestro cerebro pueda procesar la información con facilidad. La actividad demanda que uno se sitúe decididamente por fuera de la zona de confort, porque esta es la única manera de lograr que esa parte específica del cerebro (la que descomprime los fonemas del lenguaje) adquiera esa habilidad. No es de extrañar que los cursos de inmersión funcionen tan bien.
Para tener la habilidad de hablar y entender a personas de otras culturas, es necesario que uno decida constantemente salir de la zona de confort. Es lo que nuestros procesadores del lenguaje exigen.
1 University of Oregon. (sin fecha). Phonemic Awareness. Consultado el 19 de diciembre de 2011, en https://dibels.uoregon.edu/resources/big_ideas/phonemic_awareness.php#what
2 Haskins Laboratories. (sin fecha). Alvin M. Liberman, 82, Speech and Reading Scientist. Consultado el 19 de diciembre de 2011, en http://www.haskins.yale.edu/staff/amlmsk.html
3 Pinker, S. (1994). The Language Instinct: How the Mind Creates Language. Nueva York, NY: Harper Perennial Modern Classics.
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