Los inconvenientes del lenguaje
Octubre de 2012
Ivan Obolensky
A veces vemos lo que queremos ver. Incluso la ciencia puede cometer este error.
A mediados del siglo XIX, Gregor Mendel (abad de Santo Tomás en Brno y padre de la genética moderna), que trabajaba con plantas de guisantes, observó que estas heredaban características discretas de los organismos parentales. La descendencia de sus plantas mostraba vainas arrugadas o lisas, y no una mezcla de ambas.
La entidad biológica responsable de estos rasgos específicos se denominó más adelante un “gen”.
Casi simultáneamente, el biólogo alemán Walther Fleming investigó la división celular en salamandras, utilizando un microscopio y varias técnicas de tinción. Los tintes que utilizaba resaltaban partes del núcleo, y algunas de esas partes se mostraban como hebras de color púrpura. En 1888 su colega Heinrich Waldeyer-Hartz acuñó el término “cromosoma” para dar nombre a estos filamentos. La palabra viene del griego cromo, que significa color.
Más tarde, en 1902, Walter Sutton, un genetista estadounidense, y Theodor Boveri, otro biólogo alemán, descubrieron de manera independiente la teoría cromosómica de la herencia, que identificó a los cromosomas como portadores del material genético. La constitución de los cromosomas a partir del ácido desoxirribonucleico, o ADN, fue descubierta más adelante.
En 1924 el zoólogo estadounidense Theophilus Painter observó y contó el número de cromosomas humanos: encontró veinticuatro pares. Otros investigadores realizaron observaciones similares y contaron también una cantidad igual. Este número tenía que ser correcto, ya que se consideraba que los hombres y las mujeres contribuían con un número igual de cromosomas para cada uno de sus descendientes. La idea de que los seres humanos tenían veinticuatro pares de cromosomas fue un hecho indiscutible durante treinta años, hasta 1955, cuando Joe Hin Tjio (quien trabajaba en Suecia) y el biólogo sueco Albert Levan escribieron conjuntamente un artículo con el que demostraron de manera concluyente que el número era en realidad veintitrés. La idea de veinticuatro pares de cromosomas se arraigó tanto que incluso algunos libros de texto indicaban este número y lo corroboraban con fotografías adjuntas. Un examen posterior de esas mismas imágenes demostró claramente que solo había veintitrés pares.1
Como si esto no fuera ya suficientemente inquietante, a principios de la década de 1930 y a lo largo de la de 1940 se cambiaron las mediciones de la velocidad de la luz que realizaban los laboratorios acreditados. Los cálculos estadísticos de error para el conjunto de mediciones realizadas entre 1930 y 1940 muestran que los resultados eran significativamente bajos y que esto no se debía simplemente a fluctuaciones.2 Recuerdo que el jefe del Departamento de Física dela Universidad Kings College de Londres explicó que esta anomalía se hizo evidente solo cuando las ametralladoras controladas por radar, recién desarrolladas y que se calibraban con base en estas cifras, no lograban impactar el costado de un granero. El profesor culpaba por esto a los estadounidenses.
Este tipo de errores se presentan a pesar de que los seres humanos dedicamos cantidades extraordinarias de neuronas a la percepción.
Una forma de calcular cuánto poder cerebral se ha invertido en áreas como la visión, el equilibrio, el lenguaje o la memoria es evaluar la facilidad con que se utiliza la función. Mientras más fácil sea de usar, más recursos neuronales se han desarrollado y se dedican a esa función.
Uno de los muchos atributos del lenguaje es que podemos dar nombre a las cosas. Para comunicar sobre las cosas, es necesario identificarlas utilizando un nombre. Ya que esto resulta muy fácil de hacer, sabemos que una gran parte de los recursos del cerebro se asignan a este tipo de función. Aunque cuenta con un alto grado de desarrollo, esta capacidad puede tener consecuencias indeseadas en cuanto a las percepciones sesgadas, o en la tendencia a ver solo lo que queremos ver.
A menos que se piense que esto se aplica sólo como una generalidad, ver lo que es imaginario es algo que hacemos todos los días. El nervio óptico se conecta en la parte posterior del globo ocular, y en este lugar no hay células fotorreceptoras, lo que crea un punto ciego llamado escotoma. El cerebro tiene que interpolar el campo de no-visión utilizando detalles del entorno, lo mismo que datos tomados del otro ojo. La cantidad de recursos utilizados es tan grande que llega incluso hasta el punto de que contamos con una película delgada de neuronas, comparable a una pequeña supercomputadora, que procesa toda esta información. Construimos todo el tiempo una parte importante de lo que vemos.3
Una de las consecuencias de nuestra facilidad con el lenguaje y su capacidad de nombrar las cosas es que no resulta siempre fácil distinguir entre lo que imaginamos que vemos y lo que realmente existe, ya que esa facilidad es automática. Un ejemplo sencillo es observar dos objetos y ver “dos” objetos. ¿Reconoce el universo que hay “dos” objetos? No. Nosotros lo hacemos. Vemos “dos” objetos. La idea de “dos” viene de nosotros. ¿Ven lo fácil que es?
Miramos el mundo a través de la visión de nuestra propia creación e interpretación, y no necesariamente lo que es intrínseco al universo mismo. Pero no siempre resulta fácil descubrir y reconocer lo que no está abierto a la interpretación.
Cuando Einstein trabajaba en su Teoría dela Relatividad General, una de las preguntas que se hacía era: ¿qué tan curvo es el espacio? Si la presencia de masa da una curva al espacio, ¿qué tanta curvatura es intrínseca al espacio mismo (la curvatura creada por la sola presencia del Sol, por ejemplo) y cuánta es resultado de una masa añadida que curva el espacio alrededor de sí misma? (como en el caso de Mercurio que orbita alrededor del Sol).
Deberíamos empezar por preguntarnos, ¿cómo podemos detectar que existe alguna curvatura del espacio?
Un método consiste en imaginar el universo como la superficie de un océano.
Si somos libres de movernos fuera de una superficie, simplemente nos alejamos cada vez más de esta hasta que podamos ver que la superficie es curva. Si estamos atrapados en una superficie, como es el caso con la nuestra, tendremos que utilizar otras técnicas, una de las cuales se conoce como transporte paralelo.
Imaginemos que nos encontramos en un punto donde el ecuador y el meridiano de Greenwich (cero grados de longitud) se cruzan. Para visualizar este punto, podemos decir que se halla en algún lugar fuera de la costa occidental de África. Tenemos un puntero que permanecerá paralelo a la superficie (como si se hubiese quedado atascado en su interior, al igual que nosotros en nuestra superficie), pero con la característica adicional de que persiste tanto como sea posible en apuntar en una sola dirección, hacia el Norte en este caso. Supongamos que ascendemos hasta el Polo Norte pasando por Londres. En el polo, el puntero se encuentra paralelo a la superficie y apuntando a lo largo del meridiano de 180 grados. Si tuviéramos que continuar el viaje, interceptaríamos de nuevo el ecuador, pero esta vez apuntando al sur en el punto opuesto al lugar de inicio del viaje. En lugar de seguir en línea recta, decidimos bajar por el meridiano de 90 grados que está a la izquierda, manteniendo el puntero orientado en la misma dirección que tuvimos en el Polo Norte, hasta interceptar la línea ecuatorial. Esto será en algún lugar fuera de la costa occidental de Suramérica. Cuando terminemos este movimiento nuestro puntero se orientará al Occidente a lo largo de la línea ecuatorial. Luego decidimos viajar hacia el Oriente hasta interceptar el punto donde empezamos. ¿Qué estará haciendo nuestro puntero? Seguirá apuntando al Occidente. Curiosamente, nuestro puntero se habrá desplazado 90 grados en sentido contrario al del reloj con respecto al momento en que empezamos.
El cambio de dirección de la flecha mientras trazamos un gran triángulo se debe a la curvatura de la superficie de la Tierra, una parte intrínseca de la geometría de la vida en una esfera, que es independiente del observador.4
Gran parte de lo que pensamos que vemos y experimentamos no es necesariamente intrínseco al mundo en que vivimos, sino producto de nuestras propias construcciones, y las consideramos tan reales como aquellas que son intrínsecas al mundo que existe fuera de ellas.
Tomemos ahora la economía. Si consideramos que el dinero y la energía son una y la misma cosa, podremos ver similitudes, pero existen muy pocos paralelismos más entre el mundo real y el que se ha construido en el marco de la economía. Esto no significa que las construcciones sean menos reales. Los mercados de valores existen. La política existe. Lo mismo ocurre con el gobierno y los impuestos. Pero ¿nos grava el universo con impuestos? ¿Requiere elecciones? Estas ideas son en gran medida consecuencia de nuestro lenguaje y de sus recursos neuronales utilizados para imaginar, nombrar, manipular e interpretar. ¿Acaso puede sorprender que estas zonas sean con frecuencia las que más problemas nos ofrecen?
Gran parte de lo que consideramos educación es simplemente nuestra propia interpretación y visión del mundo (o los puntos de vista impuestos por otras personas) en cuanto a lo que debe ser considerado útil o preparatorio frente a la vida en un contexto de economía, mercados, gobiernos y comportamientos socialmente aceptables.
El lenguaje, y el uso que hacemos de él, son en este sentido una bendición y una maldición a la vez. Somos capaces de crear construcciones a partir de nuestra imaginación. La dificultad radica en creer en ellas, en afirmar que definen nuestra realidad e insistir en que se comporten como el mundo físico en el que parecen existir. No siempre lo hacen. Los mercados implosionan, las sociedades se fracturan y nuestra educación nos deja mal preparados.
Para poder ser verdaderamente exitosos hay que tener en cuenta, permanentemente, la diferencia entre lo que es intrínseco al mundo en el que vivimos y las interpretaciones que asignamos y especificamos. Vivir bien es vivir y observar lo que es, y esto requiere práctica.
1 Ridley, M. (2000). Genome, the Autobiography of a Species in 23 Chapters. Nueva York, NY: Harper Perennial.
2 Kammen, D. M., & Hassenzahl, D. M. (1999), Should We Risk It? Exploring Environmental, Health, and Technological Problem Solving, Princeton, NJ: Princeton University Press.
3 Hall, J. S. (2007), Beyond AI, Creating the Conscience of the Machine, Amherst, NY: Prometheus Books.
4 Jagerman, L. S. (2001), The Mathematics of Relativity for the Rest of Us, Victoria, BC: Trafford Publishing.
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