¿Deberían ser gratuitas las traducciones?

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Mayo de 2011
Ivan Obolensky

Francamente, no creo que las traducciones deban ser gratuitas; pero mi opinión está sesgada, pues trabajo para una compañía que se especializa en traducciones.

Es cierto que los contenidos digitales parecen avanzar hacia la “traducción gratuita”. En Internet podemos hoy adquirir gratis música digital y libros digitales, e incluso leer sin costo algunos periódicos. Esto parece ajustarse al título de un libro de Chris Anderson que vi hace poco: “Free: The Future of a Radical Price” (Gratis: El futuro de un precio radical).

Sin duda, el contenido “sin costo” parece tener futuro; además, si para empezar las traducciones solo añaden costo donde no hay ninguno ¿por qué pagar por ellas?

Creo que esta es una pregunta que bien vale la pena hacerse.

De manera que, ¿cuál es el argumento que respalda el contenido digital gratuito?

Para empezar, solo porque cueste muy, muy poco, no significa que no tenga ningún costo. Tomemos un grano de arena. Juntemos ese grano de arena con algunos miles de millones de sus hermanos hasta reunir una tonelada, y esta costará 13.00 dólares, sin incluir el transporte.

Los fabricantes saben bien esto. Cuando los artículos se producen en cantidades cada vez mayores, las economías de escala prevalecen y los precios caen. El fabricante se mantiene en el negocio porque consigue el margen a veces microscópico que recibe por cada artículo vendido en un volumen gigantesco. Incluso si se trata de un transistor integrado en una placa de silicio que contiene millones más, cada transistor sigue teniendo un costo, sin importar lo minúsculo que sea. Esa placa cuesta dinero y su fabricante, Intel, se mantiene en el negocio pues obtiene un ingreso que supera el costo de despacharla.

El contenido digital no es diferente. Puede ser considerado un producto básico como el trigo o el agua. Cada pequeño bit es prácticamente igual a los demás. Cada uno se transporta y se mueve exactamente de la misma manera. Con los años, el costo de almacenar contenido ha ido disminuyendo. Basta con recordar los precios que uno ha pagado por los discos duros a lo largo de los años. Tan solo en los últimos veinticuatro meses la capacidad se ha incrementado miles de veces por cada dólar invertido. No es de extrañar entonces que el precio del contenido esté disminuyendo.

Con las economías de escala y los bajos costos del almacenamiento en las computadoras, lo que cuesta guardar un elemento sencillo de información se comparte a lo largo de una cantidad creciente de capacidad de almacenamiento, que cada día cuesta menos instalar y mantener.

Un aspecto importante del contenido es que necesita un canal y una infraestructura para ser llevado de un lugar a otro. No podemos recibir contenido sin un canal.

Por lo general, la instalación y el funcionamiento de los canales cuestan dinero. Incluso descargas digitales tan pequeñas como este artículo requieren espacio en el servidor, computadoras de acceso, electricidad, entre otras cosas que permiten acceder a ellas y ser leídas en el terminal de recepción. Esta es la infraestructura de la que depende nuestro mundo digital.

Un canal es la forma en que uno recibe el contenido, que puede llegar de muchas formas y no solo a través de una computadora. Anteriormente los libros eran el canal principal. Si uno no sabía leer, la capacidad para obtener el contenido era limitada; de modo que la tecnología (leer) forma parte de la infraestructura del contenido/canal.

Hace algunas décadas, la televisión y la radio se emitían públicamente. Teníamos que pagar por el receptor (el televisor), pero el canal era gratuito y el contenido lo pagaban los anunciantes. Existían apenas unos cuantos canales (trece) y el contenido era limitado, ya que cada canal podía emitir una sola pieza de contenido (programa) a la vez. Hoy existen miles de canales y enormes cantidades de contenido.

Independientemente del período de tiempo examinado, una pregunta persiste y es poco probable que cambie en el futuro, pues su validez se extiende incluso hasta la época de Homero: ¿cómo logra uno que un canal y su contenido generen ingresos, resulten viables para el transportador y el proveedor, y sean deseados por todos? Esta es la pregunta económica más importante.

Incluso el padre de la imprenta, Johannes Gutenberg, famoso por la Biblia de Gutenberg y uno de los verdaderos pioneros del mundo del contenido, enfrentó un problema en este campo. Gutenberg quebró de hecho en 1455. El reconocimiento de sus logros y un estipendio anual le llegaron diez años más tarde, en 1465, y pudo disfrutar de estos apenas durante tres años, hasta su muerte en 1468. La economía es un hilo que se trama continuamente, incluso hoy, en este mundo de canales y contenido.

El éxito económico siempre ha exigido innovación. Durante el siglo XX las salas de cine lograron ganar dinero porque eran tan pocas y ofrecían contenidos exclusivos que interesaron a un público entusiasta. La era de Hollywood se construyó sobre los logros económicos de ese modelo. Todavía funciona pero, con tantos otros canales que existen hoy, los propietarios de los teatros y los productores de películas han tenido que recurrir a cosas como las imágenes tridimensionales, los asientos reservados y mejorados, y restaurantes internos que reafirmen su singularidad y justifiquen unos precios de los boletos que alcancen para pagar por el contenido y seguir en el negocio. Los estudios cinematográficos han recurrido a las alianzas con proveedores de contenido como Netflix, Amazon y Apple, así como a acuerdos de “ubicación” en ciudades de Estados Unidos y el extranjero.

¿Cómo puede competir hoy un proveedor de contenido/editor por la atención y los dólares de los clientes en un mar de cientos de otras opciones de canales? Las técnicas de ventas directas han sido siempre una estrategia.

En el comercio minorista existen varios modelos: el camino probado y verdadero es cobrar un poco vendiendo mucho y convertirse así en el líder de bajo costo, tal como lo hace Costco.

También está la estrategia contraria: vender poco y cobrar mucho, para convertirse en el líder de alto costo, como es el caso de Harry Winston.

Mi nuevo modelo favorito es el infocomercial: el contenido se vende y se entrega al costo o por debajo de este y el vendedor gana dinero principalmente por lo que cobra por el envío y el manejo, que en muchas ocasiones representa tanto como el artículo mismo.

Debido a que la economía juega un papel tan importante, las prácticas de ventas actúan a través de todos estos modelos. A menudo, los proveedores de canales anuncian el contenido como gratuito con el fin de atraer a los clientes para que compren.

Está también la estrategia del “gancho” y su prima ilegal llamada el “señuelo”.

En el modelo del “señuelo”, un determinado producto se anuncia a bajo precio y el comprador potencial descubre luego que ya no está disponible y ha sido sustituido por otro. “Se nos acaba de agotar, o vendimos el último, pero tenemos otro igual de bueno. Cuesta solo un poquito más”, dice el vendedor.

Están luego las zonas grises:

¿Qué tal el caso del teléfono celular que es “gratis”, pero solo si se firma un contrato por dos años? El pago mensual distribuye los costos del proveedor de ese teléfono “gratis” entre los veinticuatro meses de vigencia del contrato. El teléfono parece ser gratuito, pero en realidad no lo es. Sabemos que no hay manera de que sea gratis, sin embargo, estamos dispuestos a aceptarlo. Después de todo, se trata de una promoción.

En la estrategia del gancho se vende un producto al costo o por debajo de este para estimular otras ventas rentables.

Un ejemplo es un ratón inalámbrico “gratis” por cualquier compra superior a los cien dólares, mientras duren las existencias. De un lado se ofrece sin costo alguno para el consumidor y, por el otro, este lo paga a través de las ventas de los otros artículos que se le ofrecen. Esto es una tentación.

Cuando se trata del contenido digital no es tan simple y depende en cierta medida de dónde se encuentre uno en el canal. Si uno es el receptor, debería ser gratuito; si uno es el autor o el editor, debería costar un ojo de la cara.

Si el contenido digital es realmente una mercancía, tiene sentido la disminución continua en su precio. Si uno es una estrella de rock, un autor, un director, o un productor de contenido la reducción no tiene tanto sentido. Y es en este punto donde se entrecruzan el mundo digital y el real.

Stewart Brand, del “Whole Earth Catalogue” y una autoridad en el campo del contenido/canal, señala:

“La información quiere ser gratis, pero también quiere ser costosa. La información quiere ser gratuita porque se ha vuelto muy barata su distribución, copiado y recombinación; demasiado barata para tener un precio. A la vez, quiere ser costosa porque puede ser inmensamente valiosa para el receptor. Esa tensión no desaparecerá; conduce a un interminable y agobiante debate sobre precios, derechos de autor, ‘propiedad intelectual’, rectitud moral de la distribución casual, porque cada ronda de nuevos dispositivos empeora, y no alivia, la tensión.” -Expresado en la Primera Conferencia de Hackers y reimpreso en la edición de mayo de 1985 de la publicación “Whole Earth Review”. La cita es tomada de su libro, The Media Lab: Inventing the Future at MIT, publicado en 1987.

El mensaje de inicio de sesión de WELL (Whole Earth ‘Lectronic Link): “Usted es dueño de sus propias palabras, a menos que contengan información. En tal caso no le pertenecen a nadie”.

Es evidente que al consumidor le guste la idea del contenido como un producto básico y que al creador le guste la idea de la propiedad intelectual. Esto le ha creado a la industria de la música un problema tan grande de flujo de efectivo, que el músico en gira se está convirtiendo en una parte esencial del circuito de conciertos y pone de relieve un punto importante:

La singularidad de la presentación individual, independientemente del medio, suscita clientes que pagan, mientras que ser parte de una multitud lo relega a uno a la condición de ser una mercancía.

Cuando se trata del contenido, es difícil lograr la singularidad. Basta con mirar a qué extremos se tiene que llegar para ser una estrella del video en YouTube.

Considerado como contenido y producto básico, uno tiene mucha compañía. El contenido ha florecido tanto y sobre tantos temas que necesitamos un programa aparte sólo para restringir a un nivel manejable lo que vemos y leemos. Por ejemplo, una búsqueda de todos los accesos a la palabra en inglés “content” produce la asombrosa cifra de 3.120 millones de entradas. ¿Cuánto tiempo tardaríamos en ver cada una de ellas? Casi un millar de años y solo con una mirada superficial.

Para un negocio que trata de encontrar clientes, este no es solo un problema menor. ¿Cómo puede uno hacer que en este océano virtual alguien lo vea, por no decir que lo encuentre? Como productos básicos somos un grano de arena en la playa. ¿Qué podemos hacer para resolver esto?

¿Se trata simplemente de pagar a Google para ponernos entre los diez primeros de una de las listas de búsqueda y conformarnos con eso? ¿Será que eso funciona?

Así que, de vuelta a las traducciones, dos reflexiones:

Estar disponible en más de un idioma hace que el contenido sea más exclusivo y duplica la probabilidad de ser encontrado.

Parece obvio, pero es más dramático que eso. La búsqueda de la palabra “contenido” produce 194 millones de resultados en Google, o 2,92 millardos menos que la misma búsqueda en inglés. ¿Cuál sería el resultado de la búsqueda de su lema favorito en un idioma diferente?

Si funciona bien para un segundo idioma, ¿funcionará también en otro? Estar disponible en varios idiomas aumenta la probabilidad de una mayor exposición.

Volvamos a la pregunta original: ¿deberían ser gratuitas las traducciones?

Si las traducciones acentúan la singularidad, permiten que uno sea encontrado, y abren el diálogo que lleva a relaciones con nuevos clientes, el costo de unas buenas traducciones y localizaciones podría ser el dinero mejor invertido.


Lea su blog de autor en inglés o la traducción literaria al español de su novela, El ojo de la luna.

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